Llevaba todo el día acostado en la cama con las cortinas cerradas y con la puerta entreabierta para que sus gritos llegasen hasta la cocina. Cada vez que se antojaba algo de comer gritaba el nombre del plato o de la comida y esperaba a que se lo dejasen en la entrada. Mantenía la radio y la televisión apagados. Nunca leía, no lo había vuelto a hacer de hacía ya un par de años. No leía ni libros, ni revistas, ni periódicos. Se dedicaba únicamente a hablar consigo mismo recordando sucesos que no quería recordar pero que desgraciadamente no podía apagar o dejar a un lado como había hecho con todo lo demás.
Le dolía el estomago y la cabeza pero también el costado, la espalda y las piernas. No le dolían a causa de ninguna enfermedad conocida, ni por exceso de esfuerzos anteriores. Le dolían de estar acostado. El mundo y la vida le dejaban un mal sabor de boca. Eran ellos los culpables de sus miedos, de su desesperación. En ocasiones hubiese querido poder arrancarse la piel, desgarrarse la carne, romperse los huesos, pero se sabía incapaz de hacerse daño alguno.
Tenía que salir de allí y alejarse de ese repulsivo malestar en que se había convertido su vida. Así que se paró y evitando posar su mirada en cualquier reflejo que pudiese recordarle su patética apariencia, se puso unos jeans y una chaqueta por encima de la camiseta blanca que siempre lo cubría.
Caminó algunos pasos alejándose del portón de su casa y empezó a intentar adivinar a dónde podría dirigirse. No debía ser un lugar que quedase demasiado lejos. Tampoco podía tratarse de algún café o bar o restaurante donde tuviese que gastar plata, porque plata no tenía. No podía ser uno de esos sucios parques porque no le gustaba que la gente pasase y lo viese allí sentado, eso incluso le resultaba posiblemente inseguro, ya que nadie sabe cuando se está convirtiendo en la oportunidad que el ladrón estaba buscando.
Mientras se decidía ya había empezado a caminar. El sol brillaba en lo alto calentando el asfalto y cegando a los peatones. La gente estaba de mal genio. El ambiente afuera resultaba estresante lleno del ruido de los carros y de los buses que avanzan un par de kilómetros en cuestión de horas. La cabeza se le empezó a llenar de una sola idea que contradictoriamente parecía callar todos los ruidos externos: no iba a encontrar paz.
Le dolía el estomago y la cabeza pero también el costado, la espalda y las piernas. No le dolían a causa de ninguna enfermedad conocida, ni por exceso de esfuerzos anteriores. Le dolían de estar acostado. El mundo y la vida le dejaban un mal sabor de boca. Eran ellos los culpables de sus miedos, de su desesperación. En ocasiones hubiese querido poder arrancarse la piel, desgarrarse la carne, romperse los huesos, pero se sabía incapaz de hacerse daño alguno.
Tenía que salir de allí y alejarse de ese repulsivo malestar en que se había convertido su vida. Así que se paró y evitando posar su mirada en cualquier reflejo que pudiese recordarle su patética apariencia, se puso unos jeans y una chaqueta por encima de la camiseta blanca que siempre lo cubría.
Caminó algunos pasos alejándose del portón de su casa y empezó a intentar adivinar a dónde podría dirigirse. No debía ser un lugar que quedase demasiado lejos. Tampoco podía tratarse de algún café o bar o restaurante donde tuviese que gastar plata, porque plata no tenía. No podía ser uno de esos sucios parques porque no le gustaba que la gente pasase y lo viese allí sentado, eso incluso le resultaba posiblemente inseguro, ya que nadie sabe cuando se está convirtiendo en la oportunidad que el ladrón estaba buscando.
Mientras se decidía ya había empezado a caminar. El sol brillaba en lo alto calentando el asfalto y cegando a los peatones. La gente estaba de mal genio. El ambiente afuera resultaba estresante lleno del ruido de los carros y de los buses que avanzan un par de kilómetros en cuestión de horas. La cabeza se le empezó a llenar de una sola idea que contradictoriamente parecía callar todos los ruidos externos: no iba a encontrar paz.
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